El fuego fue uno de los descubrimientos más trascendentales para la humanidad y su evolución. De hecho, no es difícil darse cuenta de la trascendencia del fuego: junto a él nos refugiamos y abrigamos, con fuego cocinamos nuestros alimentos; de hecho, ingerir comida cocida permitió el desarrollo intelectual, rasgo que precisamente nos caracteriza.
Cuando el fuego aún no era dominado, la capacidad de supervivencia de los humanos dependía de mantener las llamas encendidas y procurar que nunca se apaguen: y así nacieron las primeras religiones que lo consideraban el más noble de los elementos. En esta larga historia, un pequeño elemento pasó desapercibido, pero ciertamente fue vital: gracias al descubrimiento del fuego, los humanos pudieron dejar de depender de factores externos como la naturaleza y pudieron valerse por sus propios medios; no obstante, lo que permitió la evolución de los humanos fue la capacidad de hacer fuego a complacencia. El primer método de creación del fuego fue mediante la frotación de un palo con madera seca o la de piedras, pero siempre fue un riesgo manipularlo: las antorchas podían ocasionar grandes accidentes en un tiempo donde las viviendas eran construidas únicamente de paja; y no fue hasta cientos de siglos después que su manipulación se volvió segura.
Siglo X
El camino para contrarrestar la peligrosidad que suponía la manipulación del fuego alcanzó el continente asiático; en la China del siglo X, según los escritos de Tao Gu, un autor de la época, se empezaron a utilizar cerillas: palitos de pino con azufre impregnado. Se cree que viajeros del siglo XIV como Marco Polo les llevaron estas cerillas a los europeos, quienes en su intento de conquistar al fuego continuaron desarrollando ese concepto. Mientras tanto, se libraba otra búsqueda: la piedra filosofal, una supuesta sustancia que transformaba los metales comunes en oro. Hennig Brandt, un alquimista hamburgués, en su intento por dar con la piedra filosofal, terminó descubriendo un elemento químico que denominó en griego: “relacionado con la luz” o fósforo.
1680 – 1836
Casi una década más tarde, en 1680, Robert Boyle, uno de los fundadores de la química moderna, revistió con fósforo un trozo de papel y de azufre una astilla de madera y descubrió que la fricción de dichos insumos origina fuego. En 1805, K. Chancel, asistente de Louis Jacques Thenard, inventó el primer fósforo autocombustible moderno. No obstante, este invento tampoco logró refrenar el peligro del fuego: era un fósforo cuya cabeza estaba compuesta por una mezcla de azufre, clorato de sodio y goma el cual se sumergía en un recipiente con ácido sulfúrico; era una situación riesgosa.
Corría el año 1827 y un químico y farmacéutico inglés llamado John Walker se encontraba en su laboratorio intentando crear un nuevo explosivo; removió una mezcla de químicos con un palillo, esto ocasionó que una suerte de lágrima se formara en la punta e intentó quitarla; cogió el palillo y lo raspó contra el piso: inventó la cerilla de fricción. Un amigo le propuso que patentara su invento, pero él se negó debido a que no consideraba que era un invento auténtico, mas sí una cuestión de suerte. Walker comenzó a distribuir su invento, sin embargo, ese mismo año, Samuel Jones lo patentó y redistribuyó con el nombre de Lucifers. Estos fósforos tenían algunas complicaciones, por ejemplo tenían un encendido muy violento que despedía largas chispas, mal olor y una flama inestable.
En 1830, el francés Charles Saurie le aplicó fósforo blanco a las cerillas con la finalidad de eliminar su mal olor, y lo logró, claro, pero la exposición al fósforo blanco le ocasionó fosfonecrosis a sus obreros, una enfermedad que pudre los huesos, especialmente los de la mandíbula.
6 años más tarde, János Irinyi, un estudiante húngaro de química sustituyó el clorato de potasio por dióxido de plomo y logró con esto que la flama de las cerillas sean uniformes y vendió su descubrimiento a otro húngaro radicado en Austria que se volvió millonario.
Siglo 19 y los fósforos de seguridad
En la mitad del siglo 19, precisamente entre 1844 y 1854, el sueco Gustaf Erik Pasch inventó los fósforos de seguridad y fueron mejorados por John Edvard Lundström. También en la segunda parte del siglo 19 y comienzos del 20 se libró una batalla legal mundial con la finalidad de cesar la producción de cerillas con fósforo blanco debido a su alta toxicidad.
Los fósforos de seguridad aparecieron como solución a los perjuicios que significaban las cerillas con fósforo blanco y fueron el trabajo de dos químicos suecos; el primero de ellos fue Jöns Jacob Berzelius, quien descubrió que el peligroso fósforo blanco podía ser sustituido con un fósforo más benigno, como el rojo.
No obstante, Berzelius no logró producir un fósforo lo suficientemente confiable para el uso diario, pero sí Pasch, su aprendiz, quién creativamente dispuso la separación de los ingredientes: la cabeza de las cerillas fue de nitrógeno líquido y clorato potásico, mientas que la superficie rugosa con la que se frota el cerillo la compuso con vidrio en polvo, fósforo rojo y sulfuro de antimonio. Debido al calor de la fricción, una parte del fósforo rojo se convierte en blanco, este se enciende y ocasiona que la cerilla combustione.
De ahí el nombre de Fósforo de seguridad: las cerillas no podían ser encendidas con ninguna superficie más que la que se encontraba en la caja de presentación. Sin embargo, su producción fue complicada debido a los altos costos que el fósforo rojo significaba. Por este motivo, Pasch fue incapaz de explotar económicamente su invención.
John Edvard Lundstöm y su hermano Carl Frans permitieron la producción masiva del invento de Pasch diez años más tarde. En 1855, el fósforo de seguridad Lundström obtuvo un premio en la “Exposición Universal” de París. Además, Alexander Lagerman, un ingeniero empleado de los Lundstöm inventó la primera máquina automática de producción de cerillas. Así, el fósforo de seguridad como producto, y la máquina automática como productora, volvieron a los Lundstöm y al fósforo de seguridad un éxito masivo
Medio siglo más tarde, en 1898, los químicos franceses Saven y Cahen, patentaron una cerilla de sesquisulfuro de fósforo no tóxica ni explosiva capaz de encenderse con la simple fricción de la cerilla contra cualquier superficie rugosa; a este tipo de cerillas se le denominaron fósforos integrales. No obstante, el fósforo de seguridad, fue entonces y sigue siendo el tipo de cerillas más usado en cualquier parte del mundo, entre otras cosas, por la seguridad que signfican.
1962 Fosforera Peruana S. A.
Décadas después, en el año 1962, la responsabilidad de mantener la producción de fósforos de seguridad cayó en manos FOPESA o Fosforera Peruana S.A., y se fundó como una empresa única en el sector privado, abocada exclusivamente a la fabricación de cerillas de este tipo mediante la utilización de tecnología de vanguardia que asegura la calidad y, como no, la seguridad de sus productos.